El aroma de las hojas verdes que bucean como algas en el vientre de metal almibarado disuelve las penas enquistadas, los dolores antiguos, transportando a los viejos a la calidez del desierto. El anciano llena los vasitos de té espumoso, los vacía en la tetera y sirve de nuevo. Tres veces más oscuro, tres veces más dulce. En el rito del exilio los mártires de la tierra y la dignidad perdidas vuelven a su jaima por el sendero arenoso de la luna, ahuyentando las maguas y los muros vergonzosos salpicados de cadáveres. 𝘔𝘢𝘳í𝘢 𝘎𝘶𝘵𝘪𝘦́𝘳𝘳𝘦𝘻
La primera vez que la sentí me incorporé en la cama como impulsada por una descarga de 220 voltios, como si me hubieran aplicado un cable pelado al cuello, y mis orejas de sabueso alerta se pararon buscando en la oscuridad el origen del susurro. Jesusa, Jesusa. Quieta. La nuca erizada. Tensos los músculos, prestos a saltar. Un estremecimiento me desarma. Es ella. La siento aproximarse. Ven, mamá, acuéstate aquí conmigo. Vamos a dormir. Me embelesó el calor de su abrazo. Un escalofrío es la señal y en la azotea me trepa la columna un perenquén de ventosas heladas; un soplo en el oído en medio del pasillo; un silbido que se cuela de la calle y me anuncia la merienda. Jesusa, Jesusa. ¿Eres tú, vieja? Me alegra que vengas. Así te cuento mientras friego. Vino. Me acompañó muchas veces aquellos días de tristeza, de encierros, de miedos escondidos. Hoy la llamo por la noche mientras duermo. Mamá, mamá. 𝘔𝘢𝘳í𝘢 𝘎𝘶𝘵𝘪𝘦́𝘳𝘳𝘦𝘻